terça-feira, agosto 16, 2016

Los dáimones tatuados de Ricardo Gil Soeiro. Leitura do filósofo Armando Pego da Universitat Ramon Llull

Los dáimones tatuados de Ricardo Gil Soeiro.




Angelus Novus,
Paul Klee (1920)

Hace un par de años reseñaba en este espacio los dos primeros volúmenes poéticos de la Tetralogía palimpséstica que mi desconocido amigo Ricardo Gil Soeiro había publicado entre 2012 y 2013 con los títulos de Da vida das Marionetas y Bartlebys reunidos. Como una amistad literaria, por definición, está tejida de la materia del olvido, la ausencia de sus noticias me aseguraba que un proyecto poético tan ambicioso no sólo se culminaría, sino que habría de volver a encontrarlo ya terminado. A fin de cuentas, una lección de la poesía moderna consiste en que no hay más lector que el que llega, hipócrita y semejante, demasiado tarde. Me encuentro así por fin con otro volumen que recoge la tetralogía al completo, con los dos libros que faltaban entonces, Comércio com Fantasmas (2014) y Anjos Necessários (2015), bajo el título general de Palimpsesto (Oporto, 2016).

Gil Soeiro deja claro desde el prólogo, bajo la significativa rúbrica de Tesis para una Poética Palimpséstica, que su planteamiento bebe, formal y materialmente, de la melancolía de Walter Benjamin sobre las ruinas de un origen que, en un sentido muy amplio, el pensamiento postestructuralista -más derrideano que foucaultiano en este caso- ha dejado desmantelado.

La poética de Soeiro no es escéptica ni desesperada. Más bien, ensaya bucles rítmicos y estructuras férreamente rizomáticas -como los 120 poemas del conjunto, divididos en treinta por cada libro- entre los dos pronombres personales que me atrevería calificar en su caso de im-propios: yo y tú. La base de su diálogo radial es, pues, hermenéutica. En él resuenan ecos celanianos, más próximos a P. Szondi que a H. G. Gadamer. ¿Qué queda tras la inscripción en el discurso de una voz que, al enunciar, traza su ausencia?: “Toda palabra es ya un inicio tardío. Escribir es desmantelar la quimera del origen, desenmascarar la fábula de lo inaugural”.

Me propongo, pues, adentrarme brevemente en esta dialéctica de imposible potencia por un sendero secundario que remite, paradójicamente, a otro origen que no es el de la (post)modernidad con el que continuamente sus poemas dialogan en un tenso contrapunto: de F. Pessoa a T. S. Eliot, entre P. Klee y M. Chagall. Me refiero al mundo clásico que, expropiado, regresa fantasmal para exigir el rescate -la venganza desposeída- de su olvido.

El poeta, como un Odiseo órfico, se aventura tras la máscara del decir donde a la fábula de un deseo ausente se opone una resistencia que abre una reescritura que, en ruinas aunque no inacabada, no se da por vencida. Soeiro define con exactitud este movimiento: “El sentido no tiene fin. Porque en el comienzo está la ruina, el sentido está siempre por venir”. A lo lejos oigo la respiración de M. Blanchot como un Bóreas victoriosamente derrotado: “La esencia de la literatura es escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabiliza o incluso la realiza; no está jamás ya allá, está siempre por reencontrar o por reinventar”.

La lectura de Comércio com Fantasmas me ha dejado un sabor a palimpsesto de literatura latina. La lección de Ovidio, que ya señalaba en mi reseña a Bartlebys reunidos, se me hace más perentoria en estos poemas que intentan tejer, como indica el subtítulo, una epistolografía espectral. No me refiero tanto a las Heroidas como a ese libro extrañamente ausente, que no desaparecido, de los gustos actuales como es Tristia, que es un epistolario de destinatario incierto, en domicilio fugaz. En él el amor y el exilio conjugan una cópula que se consuma interrumpida.

El género de la carta abre un espacio, que más allá de su temática sobre el amor y la amistad, ensaya la capacidad de la palabra poética por saltar sobre el discurso de la identidad del emisor y su destinatario, que es como el mar que separa el inhóspito Ponto de la perdida Roma. Radicalizada, cada carta es el esbozo de unos rostros que se disuelven en la gramática de las caricias evaporadas por la mano que tinta – que mancha- el mapa de sus sentidos por venir.

Incipit

De fantasma para fantasma,
escribo para decirte que hay
palabras mudas que nos desnudan.
Secretos que permanecerán entre nosotros.
Entretanto, quizás la vaga certeza de
que no existimos llegue a compensar
el miedo de cambiarnos en desiertos de luz.
Quedaremos en espera uno del otro:
murmurando confidencias y mintiendo
absoluciones como quien ofrece al viento
la eternidad de incontables cartas vacías.
Cartas como besos escritos que jamás
llegarán al abrigo de su puerto.
Me quedo aquí, en este pedazo de papel,
aguardando, como si fueses camino.

(Ricardo Gil Soeiro, Comércio com Fantasmas)


Desde este punto de partida, el lector, amante espectral, acaba sobrescribiendo su nombre sobre la interrogación que el poema cierra a tientas, entre los paréntesis que se desbordan incluso en una escritura poemática. A diferencia de F. Pessoa, no es sólo el poeta sino el lector quien finge en su silencio el silencio que, dolorido, no guarda aquel: “Bien vistas las cosas, es muy parecida a la poesía el arte epistolar: la pasión por el vacío, la propensión a las palabras que encienden soledades, la puesta en escena de una siempre inacabada conversación entre fantasmas”.

La naturaleza de estos fantasmas es, en último término, angélica. El ángel de Gil Soeiro tutela el comercio espectral de unas marionetas que se abstienen de ser y que, por ello mismo, inscriben de nuevo las letras de posibles sentidos sobre aquello -el poema- que, inanimado, queda como huella de una epístola errante. Repito que su ángel no es rilkeano sino que conjura, melancólico, el apocalipsis inmanente de Benjamin.

Es constante, en su imaginería y hasta en el moldeado de sus reflexiones en prosa, la remisión a las Tesis sobre la historia, entre las que sobresale, además del famoso comentario dedicado al ángelus novus de Klee, su comienzo con la figura de un autómata movido escondidamente por un enano jorobado que era maestro en ajedrez. Si el mesianismo de Benjamin alegorizaba la teología proscrita del materialismo histórico, Gil Soeiro interroga entre los restos del siglo XX las posibilidades apenas afloradas del “tiempo del ahora”.

En la figura del ángel, como el eclipse de la imaginación solar de Occidente, puede acaso, finalmente, explicarse la ausencia de las trazas daimónicas de Grecia: “Simplemente amo todo lo que / jamás me podrá pertenecer. / Digo amor porque no conozco / otra palabra para belleza”. A la belleza terrible que intuyen estos poemas, que bucean en E. A. Poe y Wallace Steven o en Heiner Müller o Wim Wenders, de alguna manera estremecedora podrían aplicarse, como un epitafio, las palabras con que Allan Bloom define la vida filosófica de Sócrates: “puede contener todas las formas de vida, pero en un sentido que es totalmente ajeno a quienes la llevan. Es justicia sin la ciudad, piedad sin dioses, Eros sin cópula ni reciprocidad”.

La Chute de l’Ange, 1941: Marc Chagall

Caemos una y otra vez.
Somos la propia caída en estado puro.
Y si acaso llegamos a volar muy alto,
luego regresamos al caos del mundo,
donde escenificamos, sin ingenio, el infeliz
destino de un Ícaro demasiado soñador.
Guardamos dentro de las venas el vago
recuerdo de un paraíso perdido.
Nos persigue la desnudez de la nostalgia,
la oscuridad de una insoportable tristeza.
Caemos siempre.
Una y otra vez.

(Ricardo Gil Soeiro, Anjos necessários)



Sin orígenes, la conjetura de la caída es abismal.